La mujer del vertedero


La mujer del vertedero

Al igual que ciertas plantas que abonadas y regadas en exceso, forzadas al ensalzamiento de un éxtasis de floración, no bien alcanzan su específico cometido, y empiezan a degenerar sin abrir jamás sus capullos al sol, al igual o de un modo bien parecido, apareció la sombra alargada de la señorita Mann sobre el espeso cortinaje del escenario. Exactamente, a las nueve en punto, al igual que todas las noches.
Nadie supo quién era en realidad la señorita Mann. 

Porque a nadie le importaba aquella damisela ni un mísero señor comino, entiéndase, más allá de su mera función en aquel lugar. La señorita Mann, al igual que la rosa obligada a la florescencia, venía a deleitar a los presentes. Poco más tenía que importar de ella.      
  
Si bien era cierto, que corrían rumores acerca de su procedencia, sin ningún posible acierto,  pues entonaba la extraña muchacha en sus cantos unos acentos y unas palabras −a veces francesas, otras alemanas− pero otras veces se trataba de coplas españolas en un tono menor y otras de las veces, la cadencia la imprimía un fluido léxico ruso. Pero la peor de las veces, para infortunio de los intelectuales espectadores de opiniones severas, la señorita Mann, cambiando de cadencia en un tono mayor, casi al nivel de un serafín, cantaba en una lengua extraña, desconocida para todos. 

Como secuestradas por un irresistible encantamiento, las adineradas señoras del lugar, entonces le hacían coro −con la cohibición de quién ensaya una letra impronunciable− incapaces de resistir la melodía que por inentendible, lo revelaba todo. La forma en que la desconocida señorita cantaba, imprimía al champaña que ingerían las damiselas ahí presentes una diferenciación precisa, como si, por haberla escuchado, dominaran de pronto la tierra o el aire, sin que advertido talento pudiera dominar a los demás.
−¿Cuándo comenzará a bailar y a pintar? –Quiso saber una mujerona, cuyas facciones eran algo más que pesadas; de nariz majestuosa y cabalística que se movía justo en el pliegue de su giba.
− Tenga paciencia, señora. –Añadió otra, cuyo encanto era similar al de una gallina. Nadie reparaba en su extraño atuendo, que de inmediato sugería la gallina clueca toda agitada por las fiebres. El parecido no era casual. Si alguien se hubiera interesado por hacer averiguaciones, habría descubierto que toda la mujer entera semejaba un ave desplumada y que la cosa partía de su misma alma de pajarraca. Todas vestían y llevaban sombreros muy parecidos al de aquella damisela, adornados por plumas y plumones.

Otras cuantas miradas galliniles, semicirculares y afiladas, reacias a dar un trato de igualdad a nadie, con sus vaivenes de cabeza y las bocas picudas, escrutaban a la señorita Mann, que además tenía otorgado el sobrenombre de “La prostituta del arte”, porque poseía el singular talento de saber cantar, bailar ballet clásico y pintar lienzos al unísono en el escenario.
Ésta muchacha debería ser vista solo de lado. ¡Zozobra asexuada! La llaman señorita, pero parece más muchacho que el lechero –exclamó una tercera, cuya testa se hallaba adornada por un nido de cigüeña y varios nidos de esterlinos, todo atravesado por palos florados.
Reclinados, alrededor de una mesa en la otra punta, alrededor de las nueve y media de la noche, había a su vez un grupo de caballeros, en actitud bicameral y con aspecto de estar decidiendo la suerte de un condenado a muerte.
−¿”Mann” no es “Señor” en alemán? –Interpeló un espectador con monóculo resbaladizo y bigotes retorcidos, en la confusión que hace la bestia, contrariada por la belleza incapaz de ser desentrañada en el vulgo corazón.
−Ja. Ja. Ja. –Interrumpieron toscas las carcajadas a un extremo del inmenso salón−. Ja. Ja. Ja. ¡Señorita Hombre! Es la señorita hombre…
−¡Mirad! Si no tiene tetas –exclamó otro de entre la cuadrilla, al que el dinero había elevado a primoroso caballero.
A su vez, la señorita Mann hizo una reverencia sobre el tablado, sabedora de que el público masculino comparaba la elasticidad de su espina dorsal de grácil torsión, cimbreada hacia la hendidura compacta de la nalga, con la cola de un monstruo. Cuando se encontraba entre aquella gente, jueces que olían a desprecio, tenía la sensación del destierro que sólo se experimenta en los museos. Amaba su oportunidad por interpretar, no obstante con toda su alma. Con un amor similar al que tiene el león por el domador. La espiral emotiva de la representación artística, que tomaba su vuelo de la cruel descalificación del público. 
El cuerpo, en efecto, lo tenía de muñeco indefinido en cuestiones de sexo, de coqueterías musculares y equilibradas. En cierto modo, ese era su enorme encanto, aunque todo el mundo lo criticaba. Sus muslos poseían esa elasticidad común en los bailarines aéreos. En sus andares y saltos había algo de barra, también en la ingle, dónde parecía llevar su dibujo. Un bulto hecho por el hinque de la barra, la tira de la entrepierna, tejida a punto prieto, todo como su misma carne, sin pliegues y sin entradas ni entraña, que la hacían tan asexuada como una muñeca rota. Si alguna vez hubo poseído sexo, éste había desaparecido, se había fundido con el tejido, se había cerrado y planchado. El mallot era ella misma, mientras se balanceaba con un pincel en la boca y otro en las manos, de puntillas, sugiriendo el espectáculo perfecto para burros adinerados. Uno tenía la sensación al mirarla de que su atuendo penetraba en ella como el dibujo de sus manos, penetraban en los lienzos.

−Bah. Todos podíamos hacer lo que ella hace, de haber nacido pobres. Los pobres se esfuerzan en aprender cosas, que para nosotros serían imposibles de aprender –opinó una reconocida duquesa con voz chillona−. Bah. Por favor, por favor. No es para tanto –añadió, levantando la voz y agitando los brazos con cierta desolación. Empero, la interrupción no sirvió para apartar las miradas de la señorita hombre, que ahora se estaba moviendo en gráciles bucles, a la redonda y sobre un solo pie en punta.

En la sala se hizo un súbito silencio, al dar la señorita Mann las últimas pinceladas a un precioso paisaje nevado, en lo alto del escenario. Luego, el estruendo de una gran ovación. Un conde, con cara de pocos amigos, estaba reposando en el marco de la puerta, girando sobre sus talones, con cada mano a cada lado del marco. Llevaba en el ojal un pañuelo de urna funeraria y el vilipendio pintaba destellos en su mirada. La rabia le hizo gritar:
−No pienso aplaudirle ni pagarle a un maricón, sea hombre o mujer. Van por ahí con sus pañoletas de color de lila, creyéndose los dueños de las destrezas. El arte es cosa de hombres. 
El conde mantuvo la mirada fija en el frío mármol de una cercana mesa y ésta parecía dispuesta a saltar por los aires. Tras ello y abandonando el marco de la puerta, se fue acercando poco a poco al escenario.

La señorita hombre lo había escuchado todo. Percibía la gravedad en el ambiente. No era la obscenidad la que violentaba al mundo. En  realidad, era todo lo contrario. Los hombres eran incapaces de soportar la belleza inocente en estado puro. La luz directa les cegaba.

La señorita Mann, sofocada, imprudente y condenada, con los párpados temblorosos sobre sus bellos ojos de muñeca, soportaba y compartía lívida el sufrimiento de aquel sujeto, que odiaba en ella lo que no pudo poseer. Un sufrimiento que, al cabo de tantos siglos, hacía de ella una víctima y sintió en las profundidades de su garganta el grito que antaño y todavía en adelante, recorre la degradación de los diferentes. Su raza era la de los unicornios que no tuvieron tiempo para acumular esa reciedumbre que produce la obscenidad. 

Mientras cantaba alegre en contra de los prejuicios, para sus adentro lloraba; pues ella vivía como todos los desiguales, separada de la gente estandarizada que la hacían existir en un mundo constituido por seres que, obligan a las mentes rebeldes a sucumbir a los uniformes. En aquel momento, su cuerpo sostenido sobre las puntas de sus pies se convirtió en barrera y se estampaba contra una pared, sola y atormentada.

Durante su vida, había hecho mediante sus actuaciones cuanto pudo para salvar aquellas distancias inconmensurables, en el más lastimoso y fútil de sus esfuerzos. Desde niña quiso aficionarse a la fastuosidad de la farándula, asociándola con lo fasto de las reinas. En los escenarios de las mentirijillas, osaba convertirse en rancia y a su vez esplendida ficción. 

Non, rien de rien, non je ne regrette de rien –las palabras lloraban de la garganta de la señorita hombre−. Ni le bien qu'on m'a fait, ni le mal, tout ca m'est bien egal. Non, rien de rien, non je ne regrette de rien.

Los aplausos llovían como gotas ácidas. Aplausos de gentes que quizás también tendrían facturas que pagar, por muy aristocráticos que se sintieran. Una ovación de sujetos que, quizás gustaban de llevar anillos en sus penes. Mujeres que habrían abortado en clandestinidad. 

Hombres y mujeres de costumbres y secretos. De suciedades, que ocultar y que soportar. La señorita Mann visualizó la imagen del hombre poco antes ajustado al marco de la puerta y justo entonces, ese señor que de señor, a penas, tenía un monóculo pellizcándole el ojo, y quién sabe qué robusteciéndole el pene, subió junto a la desgraciada al escenario y tiró un montón de monedas a los pies de la otra. Volviéndose al público, vociferó:

−Dadle dinero. ¡Todo vuestro dinero! –Tiró entonces más monedas y también billetes y agarró a la criatura tirándola al suelo, arrancándole parte del tul que la envolvía, diciendo furioso: “¡Ten lo que es justo. Toma lo que toda puta quiere!” El hombre pareció tener la cabeza en un lugar muy grande.
Tras eso, le proporcionó una sonora bofetada, luego, le acarició el pelo y la besó. Como un grito del que duerme y no tiene eco ni resonancia, así gimió la señorita Mann en presencia de todos, que nada venían a decir ni hacer, creyendo que aquello formaba parte de un mismo espectáculo.
Cuando el telón se cerró, el animal de monóculo y anillo genital, quedó junto a ella como una sombra, pegada peligrosamente al alma de la otra, desesperado por no poder alcanzarla ni quitarle de encima a la indiferente multitud, todavía presente tras los telares. Y la otra, se movía sin andar, con cara de santa y de idiota. Apresándola entre sus brazos ávidos, le susurró a la señorita al oído.
−Yo quisiera amar y ser amado. Todos quieren eso, cuando todo se reduce a una pequeña mentira dicha al oído, para hacer que el oído olvide lo que nos trae el odio. Y yo te odio a ti, por estar por encima del deseo, por arriba del amor y de la ambición de ser amada. Un demonio eres tú. Y como tal, debo acabar contigo. Porque sólo me recuerdas todo lo que no puede ser. Lo que no puedo tener. Te odio. ¡Te odio!
La otra lloraba en silencio, girando, girando, sobre las puntas, como si luchara con el mar y el viento y contra la vida.
¡Oh! –exclamó la señorita Mann−. ¿Qué sabe usted de los corazones destrozados? Yo no tengo los pies planos, ni caspa, ni el aliento me huele a alcohol como el suyo, ¿pero acaso ando por ahí gritando que me duele? ¿Acaso me ha visto ir a llorar a las montañas por las penas que he sufrido en el valle, o me ha visto alguien quejarme por las piedras del camino, por los huesos que me he roto, o por cada mentira que ha caído en mi vientre desde bocas como la suya? ¿Qué fin es dulce? ¡Si hasta la pluma termina en punta! –Las lágrimas le llenaban ahora los ojos, haciéndolos brillar como raras estrellas−. Yo sólo quiero ver a todo el mundo contento. Por eso bailo. Por eso canto, por eso danzo, por eso pinto.
−Entonces deja de exhibirte. Tú no eres más que nadie –el conde le siseó aquellas palabras al oído como una serpiente venenosa. Agarrándola luego, la tapó con su abrigo, y salió arrastrándola a lo largo del local, saturado de humo. 

−Entre la niebla camina el hombre y pensar es de enfermos. –Dijo el secuestrador con barítonos. Los presentes cuchucheaban entre risas, pensando que la bailarina y el hombre fueran amantes, estando él borracho. Hasta el umbral de la puerta, se escucharon varias frases declamatorias más en boca del hombre, pero nadie sabía qué era verdad y lo que no lo era. Y mirando en derredor, encorvado sobre sí mismo como una larva, la otra agarrada como un saco, se le escuchó decir “Au revoir”. 

Tras eso, los presentes continuaron bebiendo, riendo, fumando y charlando, tal como hace la vida tras los golpes de sus tragedias. 


***
Muy de madrugada, alrededor de un vertedero cercano, un perro aulló ante una figura que sobresalía del revés entre las basuras.
Al primer vistazo, aquello que asomaba, parecía la pieza de una muñeca, quebrada por cualquier niña caprichosa y deshecha entre el montón de basura. Al segundo, se vio temblar una pierna. Un temblor tal, como aquel que ve temblar a la muerte, una muerte peor que el simple morir, un morir que no puede plasmarse hasta que la lengua consternada de permiso.
Ahí, en lo alto del montón de bazofia, se recortaba la pierna temblorosa débilmente sobre el horizonte; se distinguía la blanca malla ensuciada. Allí quedó la señorita hombre, de cara al fango, casi ahogada. Peor que muerta, mientras que el perro se retorcía con las patas delanteras en diagonal, el pelo erizado, la lengua colgando por entre los dientes grises, gimiendo y esperando. 
El animal se retorcía y gemía mientras la señorita Mann temblaba entre espasmos cada vez más secuenciadas. Luego, el animal arqueó el lomo, agarró la pierna enmallada con su boca y tiró de ella con todas sus fuerzas. Comenzaron a aparecer el tronco, los brazos y las manos, por último la cabeza y el pelo ensortijado, repleto de algo parecido a los escupitajos, de la señorita. El perro, al verla, ladró contento, corriendo a su alrededor, moviendo la cola.
Entonces la señorita Mann también empezó a ladrar, gateando tras el animal. Ladró con un ascenso de risa obscena, en un conmovedor dueto. Corrían el uno del lado de otro, el perro gruñía y ella gruñía con él. La tanteaba con las patas mullidas y ella le tendió sus manos. Finalmente se dejó caer en la hierba cercana y el perro también abandonó y se echó con ella, los ojos brillantes y la cabeza apoyada en sus brazos.

Fin.


 Sub umbra floreo: c.bürk

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