Esclavos de nuestras emociones



Somos el producto de nuestras emociones. Por ente, nuestra realidad lo es. Los publicistas lo saben bien: en qué modo nos empuja una determinada melodía frenética al consumo con idéntica “música” en el alma. Cómo, por ejemplo, el color naranja hace que se grabe en nuestro subconsciente el agradable murmullo de unos neumáticos, la grava y la lluvia caída. Al reproducirnos las condiciones para que una determinada emoción surja, pretenden despertarnos los deseos por tal o cual producto. Y funciona. No es raro que entonces, como robots inducidos, sin quererlo reconocer, acabemos comprando ese coche con el que nos han hecho recordar la seguridad que Papá nos daba en nuestra infancia o cuyo anuncio nos hizo sentir independientes y hasta poderosos. 

Nuestros deseos, las frustraciones, los recuerdos, lo que imaginamos se halla a la deriva y condiciona todas nuestras palabras así como cualquier decisión o acción que emprendamos.  Podemos ser inteligentes como látigos; aun así no escaparemos de lo que sentimos.La realidad que estamos viviendo –exceptuando las intermitencias breves en las que estamos viviendo sin estar condicionados− es la suma de nuestros anhelos no logrados, de recuerdos e impulsos, en realidad, bastante primarios.

Y esa realidad que todos creemos conocer, en éste plano que ocupamos, es un motor cuyo ruido es la suma de cerebros, que entre todo y todos se engaña. Cosa que ocurre todo el tiempo. Toujours. 

Basta con pararse y observarse a uno mismo al obrar u hablar: ¿Por qué razón real hemos dicho o hecho aquello o aquello otro? Nosotros mismos nos sorprenderemos ante nuestras razones. Pues todo o casi todo –de analizarse- parte de una emoción narcisista. Así rechazamos a aquel o a aquella porque nos hace recordar nuestra propia pequeñez, porque ante esa persona nos afloran los complejos. La rechazamos por envidia o celos. Emociones y más emociones toman nuestras decisiones, en realidad. Así haremos eso, o aquello otro por ver aumentar nuestro estatus, por el “qué dirán” o “qué pensarán”, por la esclavitud de la apariencia. Por parecer más cultos, más guapos y altos, por ser mejor que los otros y por comparación. Y así seguir enganchados a una larguísima cadena de pequeñas vanidades y emociones negras que nos toman la delantera. Vanas apariencias que nos ocultan con las máscaras que vamos comprando a lo largo de nuestras vidas a cambio de nuestra real y libre identidad. Una pena.

Pues tan sólo una pequeña minoría es capaz, muy de tanto en tanto (lo llaman inteligencia emocional; lo sabemos) de obrar libre de la esclavitud de los deseos y caprichos del ego. De sobreponerse con cabeza a los instintos y hacer y decir lo que realmente les conviene por su beneficio y el del mundo y de los otros.

Sub umbra floreo: C. Bürk.

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