El error de las mansas o…de las Pagafantas.


El error de las mansas o…de las Pagafantas.
(Relato de humor de ésta tarde 18 de septiembre de 2013)

Aunque lo desapruebe, a estas alturas de mi vida estoy comprendiendo los procederes canallescos de algunas féminas o del género humano en general. Una se explica, hasta cierto punto, que todas y todos añoramos ser aceptados y queridos. ¿No es entonces una contradicción que cada vez veamos a más sujetos ir por el mundo con aires de frivolidad?  Ahora me doy cuenta que la chulería, el recochineo y las actitudes déspotas atraen mucho más que la bondad; el estar siempre disponibles y poniendo la otra mejilla. Ya digo, una lo entiende y que éstas condiciones horribles las quieran recuperar cada vez más mujeres. Si, en especial las mujeres. Es la conveniencia de la hipocresía. Me explicaré.

Yo he sido y soy una de esas féminas que siempre da explicaciones de todo, de lo que es y de lo que hace y deja de hacer. Además sin echar mano de la mentira. Ni tan siquiera de la exageración. Muchas veces sin que se las pidan, las explicaciones vuelan. Para ser sincera, casi siempre. 

“Así me entenderán mejor”, me justifico. Cuándo recibo un mensaje, lo respondo con entusiasmo y al vuelo. Este dónde esté, o haga lo que haga, aunque me encuentre en plena meditación, ante un notario o en un funeral, corro a responder. Lo dejo todo. Doy el triple de información por la recibida, con un ansia que me puede. Una cree que lo sabe todo, que domina el campo emocional. Que los acercamientos a los otros deben ser con entrega y sinceridad. Con el corazón asomando por la blusa, volcado a los cuatro vientos. Ah. ¡Craso error! Lerda y ceporra, hago uso continuado de la buena educación, de voltear la otra mejilla e ir por la vida abierta como una biblioteca entera. Soy así y hoy lo siento más que nunca. 

Mi madre me lo decía hace muchísimos años. Cuando todavía era demasiado pequeña para entender a las verdades de la vida, porque éstas aun estaban por tomarme delantera.
“En un futuro con los hombres, espera siempre a que den el primer paso, hija. Ni los mires, no los saludes cuando se giran a hacer lo propio. Hazte la dura. Si uno te mira, baila con otro toda la noche. Date tu puesto y hazte la sueca. Te tienen que ir detrás. Nunca tú. Ya verás que no se te despegan. Que te lo digo yo, tu madre que ha vivido y ha visto mucho”.


Lo que no encajaba con exactitud, es que no la veía yo poner en práctica sus sabidurías al tratar con mi padre. Pero esa es otra historia, para otro momento.
Que aquello me lo dijeran todas, vino más tarde. Pero yo seguía sin estar de acuerdo. Hasta que la realidad me alcanzaba a todas horas como un ladrillo cruel. Podía comprobar que el arte de hacerse la dura se recomendaba en los libritos de autoayuda. Se insistía. Al parecer, era obligado. Se heredaba, se aconsejaba y se precisaba entre las filas femeninas con férrea disciplina y amor a la cosecha. 

Llegada a la adolescencia, me lamentaba y lloraba lagrimones de plomo cada vez que un noviete me abandonaba por irse con la otra, que bien vista era más fea, menos inteligente y más vulgar que yo. Esto se sucedía una tras la otra vez. Algo debía haber en mí que les hacía preferir otras féminas menos interesantes. Ahora comprendo, que más discretas y duras de pelar. Yo era vista como “dispensadora de favores”. Lo daba todo. Les hacía los deberes en clase. Les llevaba regalos. En el fondo echaba de menos algo de reciprocidad aunque me acababa por conformar con sus “Mira, te voy a hacer un inmenso favor al poder disfrutar de mi compañía por unos momentos. Como el favor es inmenso, podrás pagarme las fantas de hoy y dejarme diez marcos para los futbolines. Habrás de agradecerme que te hable y que disponga de tú tiempo a voluntad. Habrás que estar callada y estarme muy agradecida. ¡Faltaría más! Ten en cuenta que si te retiro mis grandes favores, estarás sola. Porque nadie querrá estar contigo. Ni en sueños se te ocurra pedirme más.”
Expresados así, aquellos discursillos sonaban a franqueza y yo, insegura como una gallina, me lo creía todo al detalle y a pies juntillos. Los novios que me iba echando, eran cada vez más feos, más canallas, de peores familias y costumbres. Porque, ¿quién iba a querer estar conmigo si todos huían? ¡Ja! Por aquel entonces ni en sueños se me hubiera ocurrido pensar en que quizás todo fuera culpa de demasiada amabilidad por mi parte. De que, a lo mejor no era buena idea airear mi cuenta corriente y darles paso en la segunda cita a mi casa. Dejarles mi coche o prestarles dinero. A lo mejor convenía más esconder mi bondad, mi alma madreteresina y disfrazarla con una piel negruzca. Cual cordera que iba de loba.

La lección la aprendí definitivamente, al tercer novio serio. Un sujeto obeso y pasivo, cuyas únicas respuestas eran siempre un “sip”, al parecer así no se esforzaba demasiado en pensar ni en contestar. No hablaba mucho más. Y me pareció bien. Porque por hablar; yo sí hablaba. Mi agradecimiento por haberle encontrado, hizo que me arrodillara ante todos los dioses habidos y por haber, los del Olimpo y los paganos, los inventados y los que fueran -cuantos más mejor- . Por fin escuché sonar campanas de boda. O al menos lo quiso escuchar mi entusiasmo. Aquel novio era como un osito de peluche sobredimensionado. Aunque necesitaba más de seis brazos de longitud para abrazarle, no me importaba. Tampoco me atañó, una vez entrados en materia, y tras que mi novio de entonces hubiera ganado otros veinte kilitos de peso, encontrarme con un pene del tamaño de una nuez. Sepultado bajo unas bamboleantes lorzas, no sólo era difícil de ver para mí. Pues yacía oculto incluso a los ojos de su propio dueño. Por lo que aquel pito, a efectos reales y prácticos, ya no estaba en el reino de los vivos, o peor que eso, de las vivas. Yo, pese a las dramáticas perspectivas sobre el uso de aquel diminuto aparatejo, colmaba a mi osito con afecto. Por supuesto, mostrándole todos mis encantos y atiborrándole de regalos, atenciones varias e infinitas. Le cocinaba, le levantaba de la cama, le leía y hubo días que hasta le daba de comer con una cucharita. 

Todo lo que empieza acaba. Y el osito también me abandonó para no volver. El principio del final empezó cuando los besos diarios que le daba, aumentaron a la bárbara cantidad de unos trescientos por hora. Le limaba las uñas y le cortaba el pelo. Y un día me ofrecí a afeitarlo. Entonces estalló la bomba y pasó del amable “sip” al “Tía, ¿estás majara?” Yo había vuelto a calcular mal. Muy mal.
Ahora, las salchichas Oscar Mayer me recordarán para siempre a un diminuto hermano suyo, que ya nunca regresará.
Me llevó meses, años, superar aquella pérdida. Abandonada de nuevo por aquel a quién me entregué sin fronteras. Dándolo todo.

Ahora, por fin he recordado nuevamente los viejos consejos de mi santa madre. ¡Qué razón tenía! Toda ésta repentina erudición me vino en boca de un pajarraco en cuestión; una mente iluminada que me ha aclarado todos los errores cometidos por mí y tantas otras de miles –qué digo, millones- de féminas ilusas más. Este gran sabio de entre los hombres, me ha explicado que las chicas nos mantenemos demasiado abiertas si amamos. Cuando lo lógico sería comportarnos de forma misteriosa y más distantes que el planeta Marte. En lugar de todo eso, desplegamos el arsenal de emoticonos entero en nuestro móvil; desde la carcajada al corazón y desde éste, al osito que aparece en el whatsapp, junto al emoticono del bebé por si pilla la indirecta. Antes de decirlo él, ya hemos dicho que lo queremos; desesperadas, dispuestas, abiertas de par en par, de piernas y de mente. Dispuestas a chupar banquillo y lo que haga falta. Y es que se trataba  de  todo lo contrario: mantenernos inaccesibles. Guapas y bordes. Si, ser borde es sexy y hace que te los lleves de calle. Todo ello, al parecer, les hace pensar que están ante una “masterpiece”, la pieza maestra, más valiosa que una obra del mismo Prado.  Mi erudito amigo –un santo a venerar, desde luego- me ha explicado la cosa poniendo ejemplos que ya he osado poner en práctica. Veamos el ejemplo de recibir un mensaje al móvil o vía whatsapp. A éstos últimos tardaremos aun más en contestar. No tienen ningún mérito. Son gratuitos y no demuestran nada. 

Si un sujeto cortejable te escribe “¿Cómo estás? Debes esperar al menos de veinticuatro a cuarenta y ocho horas en contestarle. Y cuando lo hagas, usa una sola palabra. No más. Limitándote a un “bien”. Ningún emoticono. Ninguna explicación más. ¿Qué el sujeto que te gusta y había quedado contigo tiene muchos planes y al final no puede quedar? Le contestas con una palaba: “bien”. También puedes usar la palabra “Chachi” o “guay” en su lugar. Empero, ese “Bien” lo puedes usar siempre y para todo. Te hará más misteriosa que la espía Nikita. Pero bajo ningún pretexto, digas ni una sola palabra más. Sé un témpano de hielo. Y espera la eficacia de tal falacia. El mundo está lleno de este tipo de trucos para atraer un suculento macho en edad de fecundar y con ansias de comprometerse.
¿Qué te sientes bien a su lado y observas que ambos podríais ser felices si solamente él se atreviera a dar el paso? ¿Qué hacer entonces con ese macho que recurre a ti solamente cuando le sale de la punta del pito?


En primer lugar, comienza  por negarte a salir con él.  Hazle creer que no eres materia disponible. Pronto comenzará a inquietarse. Te buscará para convencerte que él es la mejor elección genética. Cuéntale entonces como quién no quiere la cosa “que estoy  aburrida del entorno y que necesito cambios, que me voy a Japón a trabajar de modelo para un pintor húngaro que a su vez también es modelo y que de paso estudiaremos juntos ictiología en Japón. O tal vez me den ese puesto de secretaria de un maharajá de Dubái.

Tras eso, con una exactitud matemática te mirará cual cordero degollado, preguntándote si es que no te ata nadie a tu patria. Incluso te insinuará que si hubiera alguien que te dijera que te quedaras por él, tú te lo pensarías. Y pastelitos semejantes.


Llegados a tal punto, te conviene aumentar un poco más el grado de tu dificultad, diciéndole que tienes prisa y debes marcharte, porque un conocido escritor de éxito no ha parado de llamarte para que quedéis porque quiere sacarte en una de sus novelas. Al levantarte para marchar, bajando los párpados a lo Ava Gardner, le explicas que las palabras por si solas no sirven para hacerte cambiar de opinión. Que hará falta un compromiso más concreto, porque te sientes libre para hacer lo que te venga en gana, incluso volar por medios propios o convertirte en Hare Krishna. 

 

Claro está, que en cuanto se percate de que tu mansedumbre natural se haya transformado en incógnita, dejará bruscamente de no tener tiempo para ti y hasta se volverá más hablador, más generoso, se lavará más y te abrirá las puertas para darte el paso.

Ah, el premio difícil a obtener es la búsqueda del Santo Grial de todos los humanos, explica mi amigo. Y me explica al menos quince ejemplos más para la utilidad de la caza femenina. Y concluye su perorata con un “cuando te proponga que os caséis, tú podrás sonreír para tus adentros, comprendiendo que te lo habías propuesto mucho antes sin que él se percatara.”
Me dio por aplaudirle y algo más.
Pero no puedo más. Tengo que confesarlo. ¿Sabéis lo peor del asunto? Si bien ahora mi sabiduría ha aumentado. Si bien he empezado a ser una mujer difícil. Pero quién me tiene deshojando ahora margaritas es mi amigo el sabio erudito. No recuerdo cómo demonios se llama. Su desodorante le abandonó hace meses y ésa pérdida está afectando a todo su entorno, menos a mí, porque yo huelo rosas. El está tratando de rehacer su vida social con otro desodorante mientras yo estoy de luto encerradita en casa, prometiéndome a mí misma seguir sus consejos, esperando a que el teléfono suene con un ansia que me desgarra las entrañas. ¡Qué malito es el amor! Malito, un demonio. Porque el otro día le mostré a mi amigo mi agradecimiento. Y todavía no me ha venido. Me refiero a la regla.

Sub umbra floreo: C.Bürk







Comentarios

  1. Vaya final... impredecible y sorprendente! (Engancha)

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  2. Muy bueno, atrapa desde el comienzo y el final es mas que genial. Me ha encantado.

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