Mi novio Satanás



Mi novio Satanás

Con demasiada frecuencia - y así deberíamos estar informadas nosotras - el diablo va por ahí en busca de algún cuerpo que ocupar y una vez elegido e instalado en el mismo, su presencia en tal navío no tarda en hacerse notar: para empezar, el sujeto poseso comienza a ejercer una irrefrenable atracción hacia los demás, pese a poder resultar vomitivo a priori. Esto último lo comprenderéis en breve.

Veréis, todo comenzó hace aproximadamente nueve meses: tuve la mala -o después de todo- la buena suerte de conocer a Luís, de apellido Saifer, justo en aquella fecha, cuando yo misma ya me había sentenciado definitivamente a quedarme sola por el resto de mi vida, en una prematura y triste noche de las mías.
Le vi sentado en la barra de aquel bar cercano a mi casa, en la semipenumbra y dándole reiterados sorbos a una copa, que como me dijo más tarde, había sido llenada de un ron excelente y añejo, una devoción por su parte –lo supe también de su boca− más por placer que por costumbre. Yo tenía treinta y nueve y él tres años más que yo. Siempre tuvo tres años más que yo, por lo menos hasta hace poco. Sus ropas le quedaban demasiado ajustadas. La camisa excesivamente pequeña, desproporcionadamente tensada sobre sus infernales músculos. No daban la talla sus ropajes. No para el demonio magno que tenía en sí. Por entonces, no.

Escarabajo o Satán, en todo caso las metamorfosis dan comienzo si alguien las permite. Y si no, preguntádselo a Kafka, si llegáis al infierno. Yo aun lo ignoraba. No me molestó demasiado que no dejara de fumar −cosa que detesto−, mientras mis ojos se mantuvieron sobre los suyos, no recuerdo por cuánto tiempo: demasiado para no delatar con claridad mi fascinación por él.
La fría y azulada luz de neón repintó nuestras caras con fulgores de hielo. El, seguro de sí, como solamente Dios o el demonio pueden estarlo, no hizo ni un solo gesto de sorpresa o curiosidad para quien le estuvo mirando. El círculo de fuego de su cigarrillo rubio brilló en la noche como una luciérnaga mareada. O yo era transparente, o no le importó nada mi presencia. El seguía chupando del cigarro, cuya órbita rojo seguía intermitente cuando inspiraba y soplaba. Todo en él se me antojó anacrónico. Desproporcionado a los sumo. Un ser alimentado por su propio aliento, respirando humo, exhalando humo. Sus facciones, de la misma sustancia gaseosa que el hollín que salía de sus cavidades al respirar y sus ojos negros, pozos sin fondo. Mi retina, en resumidas cuentas, me devolvió la estampa de todo aquello que en un hombre, para el caso la mujer, detestaba.
Detestaba, detestaba…
Pero… Si, si, valga la redundancia, ¡aquello era amor a primera vista, si señor! (Detestamos siempre aquello que nos atrae, por miedo a reconocerlo en nosotros- me reveló Luís en una ocasión posterior.) Así que acerqué mi boca a sus jugosos labios nicotinados para arrancarle un beso, pero este se disipó en el aire.

Y yo que a mis treinta y últimos, aún no me había colado por nadie, no dejé de asombrarme de mí misma y de lo que me estaba haciendo sentir aquel fascinante varón, de ojos pardos y taumaturgos, que me habían hipnotizado el corazón dándome asco. Aquel diablo comenzó entonces a jugar conmigo. ¿O eran mis diablos internos los que acaso se burlaron de mí, jugando al escondite con mi sensatez?
El caso es que el brillo intermitente de la punta de su cigarrillo me estaba arrastrando como a una urraca. Mis ojos como enloquecidas ruletas, le escrutaron y escrutaron. Estaba como un flan, con las rodillas temblorosas y blandas, mientras que ese semi-dios hizo al fin el ademán de tenerme en cuenta. Cuando finalmente sus ojos se detuvieron cercanos ante de los míos, dejé de respirar. Recuerdo como en ese instante una canción terminó de sonar y otra comenzó a entonarse en el viciado aire.
–Escucha esta canción −me dijo ese hechicero, que ahora estaba de nuevo a escaso medio metro de mí y cuya fragancia a musgo, sándalo, pachulí y algo parecido al olor a naftalina me embriagó el poco sentido que debía de quedarme−. Es “Stairway to heaven” de Red Zeppelín− me informó−. Y es mi canción favorita. ¿Por cierto, nos conocemos? Yo soy Luís.


Recuerdo como a continuación se lanzó a besar mis mejillas a modo de presentación, mientras el roce de sus labios en mi rostro me prendió con el arrebato de un latigazo. El frenesí, la furia y la pasión que invadieron mi cuerpo desde aquel instante, han convenido entre sí trocarse en amor, y volverme completamente loca por ese hombre, que ahora es mi novio y con el cual formo una misma y única ausencia.

Pero volviendo atrás, entonces ocurrió: todos los hombres que había visto y conocido en mi vida habían sido él, habían tenido su cara y sus ojos, sus cigarrillos entre las manos y su mismo ron resbalando por sus lenguas. Todos los hombres, todos, ¡todos! Mi padre incluido y eso que fue un santo. Todos fumaban, todos bebían de pronto en mis recuerdos. Fumaban convulsivamente un cigarrillo rubio, como esperando la muerte, como siendo diablos, con el humo saliendo de sus bocas y emborronando sus rostros, arrastrando mis recuerdos y mi voluntad de otros humos, nieblas del pasado.
Querido lector: de todo cuanto he sido, lo único y verdaderamente importante es esta confesión.


He de decir que he sido muy feliz con él: ¡Me hizo sentirme pletórica! Había empezado a fumar y bebía champán en el desayuno como quién tomaba un brebaje mágico. ¡Nunca antes había disfrutado tan intensamente de los placeres mundanos, ni supe de qué manera podría gozar con mi propia capacidad sensorial, hasta perder el sentido bajo sus caricias y mediante el embrujo que ejercieron sus besos. Cada vez que me hizo el amor, me deleitaba hacia un profundo éxtasis, cada vez diferente, repleto de sensaciones nuevas que variaban durante cada ocasión.
Ayer le arranqué la ropa del cuerpo y él tembló al oírme hablar. Le dije que quería darle toda la rabia que llevaba dentro. Le hice saber que quería arrojarle contra la pared. De modo que si me hubiera contemplado en el espejo, hubiera sentido repulsión o ya no me hubiera visto. Me resultó difícil creer que yo dijera todo eso, que yo hablara como aquella que estaba siendo por su culpa. Me resultaba difícil creerme mi locura, pero estaba siendo verdad. Y la verdad era algo oculto, algo que se me escapaba entonces con el temblor del propio autoconocimiento, atravesando la frontera de lo que yo me permitía para adentrarse en otros países de otras ansias de los anhelos más secretos.

De pronto, la vida era visible desde el absurdo. De pronto, la vida se había dado la vuelta, caminaba de espaldas y se me alejaba, mostrándome las nalgas. Eso fue ayer.

Hoy, la vida se me ha alejado, en forma de champán y de ron, entrándome por la boca. En forma de humo y de besos envenenados, saliendo por ella. La vida me ha condenado a mis deseos. La vida, esa adorable señora de rosa, me hace oler a naftalina y repudiar los espejos que ya no me advierten. ¿Acaso alguien es culpable de lo que desea secretamente? ¿De lo que ejecuta con el poder de la imaginación? Todos −lo juro− todos hemos matado alguna vez en el país de la mente. Todos hemos fornicado sobre cristales rotos, con unos y con otros y con todos a la par. Todos hemos hecho de todo con solo haberlo imaginado, con solo haberlo deseado por el evo de un miserable segundo.
Después de ayer vino la fiebre unida a la sospecha. La fiebre, los vómitos y la falta del aire, porque yo nunca había fumado. Porque yo nunca había bebido. Porque yo nunca había fornicado… ¡Sobre cristales rotos! La fiebre y el asco y la culpa no culpable de la inconfesable locura de mi deseo por aquel hombre. Me faltaba el aire, ya lo he dicho, y creí morir.

Quise avisar a un sacerdote. A un psiquiatra o a un policía. ¡A un sacerdote!... Qué necios, si, que necios los que nos creemos vivos, agarrándonos a las burdas evidencias de lo vivido para calcular el grado de veracidad de nuestras existencias que creíamos indemnes a la corrupción. ¡Qué cruel es el deseo! ¡Y qué cruel el amor! Porque fue el amor, ¡mi amor! ¡Ese es quien me inculcó en los ojos la diabólica visión del mundo como si éste fuera una pecera, como si fuera necesario escapar más y más y más allá! Todo lo supe ayer. Todo lo comprendí hace tan solo un día.


Por la mañana, al despuntar el día, Luís chocó su copa contra la mía en un sonido acuático.
−¡Por la buena vida, preciosa, y por la mala también! − me susurró antes de tirar los dos vasos contra la pared y morderme la boca con fuerza para que mis besos de amor huyeran para siempre al infierno y el deseo de las bestias ganara el pulso al impulso de mi sien antes serena. Todo, para así hacerme sentir sin piedad desde cerca cómo se iba al traste mi pureza.
Y entre cristales rotos y la pared por el medio, comenzó a poseerme como un animal en celo.
Halladme aquí en este punto como una convidada al averno, pues no me gustó nada, nada, nada…
¡Me enloqueció que no es poco!
Sentí el punzante dolor de los cristales rotos hincarse en mis posaderas, en la tersa carne de mis muslos, mientras Luís me susurraba a los oídos pensamientos tan perversos que enrojecí creyendo que eran míos. Y supe entonces, que los deseos ocultos, aquellos a los que tan solo una vez cedieras el paso en tu mente antes que lo convenido, permanecían en ti, en ese mismo lugar donde los has reprimido para vengarse de tu letanía, en la parte trasera de la vida.
El dolor y el placer fueron insoportables y ausculté los obscuros chirridos y aspavientos de nuestra unión carnal. Trozos de cristal habían salpicado todo mi cuerpo, escociéndome como lava, reteniendo en sí todas las impresiones recibidas de nuestro fornicar, como en un espejo maldito. Cerré los ojos y juré fundirme con él, con la sangre y con los cristales rotos. Sobre la cuerda floja de lo efímero, sujeta a mi voluntad. Luís me llevó consigo como a una virgen ultrajada, a los lugares que yo desconocía. Lugares malditos en los cuales una ínfima fracción de tiempo de placer tenía más peso en las balanzas que los destinos divinos por descubrir. Y entonces sentí como el calor de nuestros cuerpos en aquel lugar los fundía un cuerpo solo. Fuimos fuego, luz y averno. Me dejé hacer y hacer y hacer…
Un solo cuerpo.
Dos relámpagos que chocaron en una dolorosa, placentera e inicua sacudida. Y entonces lo supe. Y entonces ocurrió. Y entonces estaba siendo demasiado tarde.
*******

Si, en efecto, fui dichosa, si no fuera porque entonces, que fue ayer, como quien no quiere la cosa, poco antes de aquello, descubrí que Luís, mi novio, era en realidad Satanás.
Con certeza lo supe a las nueve en punto. Podía haberlo evitado todo. No, ¡miento, miento!...
Hasta entonces se habían ido sumando unos descubrimientos −muy descollados de haberles prestado la justa atención desde el principio− que me relevaron la verdadera naturaleza de mi novio. Pero me gustó que fuera él quien me lo dijera. Habíamos brindado una vez más. Justo en el intervalo de aquel polvo brutal, con otras dos copas de cristal destinadas a hacerse añicos y un Möet Chandón enfriado a dos grados. Entonces lo miré a los ojos, desafiante y con escepticismo le pregunté:
−¿Con quién estoy teniendo el placer de brindar y follar cada mañana? Y él me contestó: –Con nadie.
Entonces yo le seguí mirando con asombro y me pareció que iba a decir algo más y esperé un poco antes de lanzarme a morderle la boca. –Por eso, querida, puedo ser quién tú quieras que sea, quién tu desees quién sea. No, no −me dijo–. Puedo ser todos los hombres que tú desees y sin embargo no ser hombre. Él me lo dijo, así de tranquilo. Lo dijo su boca. El era Satanás.
*******

Mi chico decidió regalarme un CD de música, en el cual había grabado para mi uso y disfrute unas - aproximadamente quince- versiones diferentes de “Stairway to heaven.”


Era curioso, como al escuchar atenta los embriagadores compases de aquella arandela, al percibir aquella hipnótica letra, los sonidos en un compás del 4/4 sincopado (ahora que me he informado sé que fue creado por las legiones de los ángeles caídos) noté como de un modo extraño y tosco, me entraron unas irrefrenables ganas de embriagarme y me dio por servirme una copa de ron tras otra, que tras unas cuantas libaciones comenzó a marearme como una peonza.

La rata vibratoria de la música,-percibí-, poseía un efecto aniquilador hacia mi alma.
Y junto a Luís, tal y como digo, ésta me llevó a la locura y la metamorfosis dio lugar y comienzo. Creí estar flotando entre sus brazos, os lo aseguro, como estando bajo la influencia de alguna droga desconocida. No era normal y casi se me antojó como una experiencia mística.
Luís indagó como un psiquiatra, llegados a ese punto, la cara oculta de mi conciencia, vio todas mis zonas prohibidas, el edén secreto de mi misma en el cual yo no había osado entrar jamás.
El resto, queridos lectores, ya os lo estaba contando antes: los cristales, los mordiscos, la locura y la sangre… Pero entonces ocurrió: al soplar mi extasiado aliento al espejo vi como éste se llenó de vaho, pero mi imagen…¡No estaba! ¡Yo había desaparecido en él! Yo carecía de pronto de reflejo! Quise, pero no pude seguir mirando, porque me hallaba tan compenetrada con Luís, él en mi interior y yo en el suyo, que cerré los ojos vencida como si él fuera la muerte. Entramos tan dentro el uno del otro, que sentí rozarme los huesos con su alma. Hasta el fondo mismo de todas mis conciencias me tocó, tan hondamente, que entonces mi espíritu escapó del cuerpo y se quedó en el suyo, atrapado, y no sé si será para siempre.
El caso es que me vi ahí tirada, o lo que era mi cuerpo vacío sin mí en él. Entonces lloré amargamente, no sé si lo hice por la pérdida de mi amor o por mi propia maldición o muerte. Escuché de pronto unas risas infernales, burla y golpes viniendo como de arriba, viniendo como de abajo, como si el infierno estuviera por todas partes y Luís en él y también en mi cuerpo tirado como una muñeca rota a mi vera, libre ya de su propio cuerpo al cual me había condenado a mí con su engaño. Escuché su voz, -que fue mi voz- viniendo desde todas partes, como soplada por un eco, diciendo “Buena suerte, princesa”. Y el aire se llenó de olor a naftalina, y yo misma ahora siendo él, olía a naftalina como olían las abuelas rancias. Si, sospechas bien, querido lector, el diablo no es un hombre ni tampoco huele a azufre como se dice por ahí.


Desde ayer por la mañana hasta este momento, vengo como quien no quiere la cosa, a sentarme en la barra del bar cercano a mi casa.

Me llamo Luís, de apellido Saifer. No lo digo yo, lo reza mi D.N.I. Y mientras estoy aquí, me hago el distraído, fumo cigarrillos rubios y bebo ron añejo. Espero a que suene “Stairway to heaven”, para tenerlo más fácil. Y espero. Y espero a que ninguna de esas que me buscan con la mirada, me vea.
Que esas muñequitas, como yo lo fui, a las cuales pretendo hipnotizar el corazón dándoles asco, sepan, que a menudo el diablo va por ahí en busca de algún cuerpo que ocupar y que más les valdría salir corriendo a tiempo.

Sub umbra floreo:

C. Bürk

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